Escultor de la pérdida, Javier
Etchevarren, nos entrega en este intenso y dolorido poemario la llave
de la habitación donde se encuentra su obra maestra. Nos invita,
primero, a observar por la cerradura; el epígrafe de Pessoa nos pone
sobre aviso: “todas las cartas de amor son ridículas”. Este
valiente adelanto podría -en lectores que no conocen a Etchevarren-
precipitar la huida; la llave abandonándose en la cerradura.
“Entro en la canción” dice el
primer verso y empezamos a girar el picaporte; “es un concierto del
oleaje de tu ausencia” agrega y empujamos la puerta; “otro poema/
otra mueca de mis manos”, pff, estamos dentro.
El intenso poemario que Etchevarren
confecciona tiene como materia prima la emoción que se nutre de la
ausencia, de los silencios, del ardoroso conocimiento del amor
part(ido). Amor – Desamor, tópico dificultoso, requiere (para ser
soportable) superar el primer escollo: la cursilería. El poeta lo
logra. Cuando el poema empieza a rozar los tenebrosos lugares
comunes, Etchevarren, hábilmente se aleja: “...y sólo queda un
vacío roto de vida,/ una ruina respirante,/ un rincón de su tamaño/
para que un niño se esconda.” (Fábula de Ximena).
Presentimos las formas de un tú
lírico rigurosamente trabajado: es pasado, vacío, espalda,
indiferencia, huida... La lectura va en pos del irrealizable
encuentro, cada verso apuesta a la cercanía, cada poema descubre un
poco más de la escultura.
Cercado por el poderío de las
ilustraciones el texto que da nombre al libro es impagable; quizás
sobra el “Epílogo”, por encandilamiento previo. Felizmente,
perduran esas luces.