Las vacaciones permiten, entre otras cosas, echar una
mirada de mayor duración sobre nuestra biblioteca. Ya no se trata de captar
desde las alturas el libro urgente para tal o cual tarea: llámese planificar
una clase, elaborar un ensayo o simplemente entregarse a la lectura.
Descubrimos tras cortinas de polvo aquel libro abandonado injustamente por otro
o invisibilizado por un cerro de ejemplares “más necesarios”. Fue así que
reapareció ante mis ojos este diario de viajes de Bukowski. No recuerdo bajo
qué circunstancias lo adquirí pero imagino que se trató de una compra compulsiva,
sin ninguna convicción ya que el libro terminó rápidamente en las estanterías
casi sin ser revisado. Empecé a leerlo en el jardín de la casa de mis padres
mientras mi viejo bebía una copa de vino en honor al viejo Hank (aunque este
hubiera preferido unas cervezas). Y si la pregunta es ¿qué podemos esperar de
este texto de Bukowski? La respuesta resulta muy sencilla: lo de siempre. Y
para los que disfrutamos de cuentos como “La chica más hermosa de la ciudad”,
de la novela Factotum o de los poemas
incluidos en Madrigales de la pensión,
esto no está nada mal. En los diarios escritos durante su primer viaje a Europa
(Francia y Alemania) Bukowski –como un ebrio Whitman- se celebra y se canta a
sí mismo. Borracho desde la primera página se burla de la gran literatura, lee
poesía para multitudes, se pelea en un masivo programa de la televisión
francesa y no es bienvenido en la casa de la familia de su novia, la incansable
Linda Lee. Las numerosas fotografías de Michael Montfort son una apoyatura
provechosa para rellenar el cuadro de lo narrado por Bukowski, un marco firme
para estas postales delirantes que se suceden sin piedad y que no nos dejan otra
cosa que una mueca risueña tras abandonar el libro. No es poca cosa.
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